La violencia de género digital ya no es un escenario de película distópica o un episodio de Black Mirror: es nuestra realidad cotidiana.
9 de junio de 2025
POR Nicole Bratt
“Sus raíces dice… ¡anda a fregar! Esas sí son tus raíces”,
“¿Cómo dice la vaca en español? ¿Muuu, creo?”,
“Déjame adivinar, no tienes papá, ¿verdad?”,
“Qué raro, una mujer dando su opinión sin permiso de un hombre”.
Estos son algunos de los comentarios que me llegaron durante mi primera gran ola de hate en redes sociales.
Como buena activista digital y amante de Antigua Grecia, había subido una sátira sobre las Olimpiadas y la escandalosa inauguración de París 2024. El video tuvo buena respuesta al principio, pero después el algoritmo hizo de las suyas y empezó a mostrarlo a cuentas que no solo estaban en desacuerdo con lo que decía, y lejos de disentir desde el diálogo, optaron por atacarme directamente: por mi cuerpo, mi sexualidad, mi relación con mi papá e incluso (súper original) por no "estar en la cocina”.
Cuando tomé la decisión de construir una carrera como figura pública en redes, sabía a lo que me exponía: olas de hate, intentos de “cancelación”, comentarios anónimos cargados de misoginia. Me preparé mentalmente para resistirlo. Y aunque esa preparación me ha ayudado a reírme de muchos comentarios absurdos, también hay un límite. Por más escudo emocional que tengas, leer una y otra vez que eres una “ballena” desde cuentas sin rostro… cansa. Y duele. Porque, sí: también soy humana.
Pero lo más alarmante de todo es que no me sorprendí.
El 85% de las mujeres que usan internet ha presenciado violencia digital, y 4 de cada 10 han sido víctimas de violencia digital (Amnistía Internacional, 2025; ONU Mujeres). Desde el ciberacoso hasta la difusión de contenido íntimo sin consentimiento, el hostigamiento, las amenazas, e incluso el uso de inteligencia artificial para crear pornografía falsa; las mujeres nos enfrentamos cada día a un entorno digital violento.
Aunque suene terrible, me siento “afortunada” de que lo “único” que he vivido hayan sido comentarios violentos. Porque sí, han escalado. También me ha tocado leer cosas como: “A estas hay que dormirlas” o “No se preocupen, ustedes están muy feas como para que alguien las viole”.
Hoy, con el auge de la machósfera, de influencers (que me rehúso a nombrar para no darles más visibilidad) que viven de reproducir violencia machista, millones de cuentas cobijan las agresiones desde el anonimato y con el crecimiento de políticas públicas afines al conservadurismo, proteger nuestros espacios digitales se vuelve más urgente que nunca.
Hay cosas que no deberíamos normalizar. Y sin embargo, aquí estamos, intentando transformar el odio en conversación, en conciencia, en lucha.
Aplaudo la existencia de la Ley Olimpia, que reconoce la violencia digital como delito y sanciona la violación de la intimidad sexual en medios digitales. Más, si las personas encargadas de hacerla cumplir no le dan el peso que merece, si minimizan la violencia hacia las mujeres o dictan resoluciones sin perspectiva de género, la ley se queda como simple tinta sobre papel. La impunidad crece, y nuestros espacios digitales siguen siendo una amenaza para nuestra seguridad.
Es urgente repensar la regulación de la violencia digital de género y los discursos de odio que se escudan en la “libertad de expresión”. No se trata solo de responsabilizar a quienes emiten estas violencias, sino también a las plataformas que las permiten y las monetizan. Y esto no puede quedarse solo a nivel nacional. ¿De qué sirve que tengamos marcos regulatorios en México si no existen compromisos internacionales para protegernos en el entorno digital fuera de nuestro país o a aquellas que no residen aquí?
Vivimos en un mundo donde las fronteras se diluyen y la conexión es cada vez mayor. Pero con cada cuenta que se abre, con cada follow, también crece nuestra vulnerabilidad. La violencia de género digital ya no es un escenario de película distópica o un episodio de Black Mirror: es nuestra realidad cotidiana. Y ya ni siquiera importa si estamos presentes o no en redes. No somos dueñas de nuestros cuerpos, de nuestras opiniones, ni de nuestro contenido. Cualquier persona puede acceder a ellos. O peor aún, puede fabricarlos con inteligencia artificial.
Frente a este panorama, no basta con resistir en silencio. Necesitamos políticas públicas, voluntad institucional, responsabilidad de las plataformas digitales y una comunidad que, no solo acompañe, sino que también denuncie, incomode y transforme. Porque merecemos habitar en el internet sin miedo, alzar la voz sin represalias y existir (en todas nuestras formas) sin pedir permiso.
No es victimismo, es resistencia.
No es exageración, es la realidad de millones de mujeres al rededor del mundo.
Lo personal también es digital, y por lo tanto, la lucha también está acá.