Mientras luchamos con los horrores del mundo externo, dentro de nosotras habita una revolución que es igual de importante entender y abrazar.
25 de noviembre de 2024
POR Jessica Casas
El legado de las adelitas resuena con fuerza en nuestra historia. Estas mujeres, olvidadas en los registros oficiales, lucharon con valor en una guerra que, al terminar, las devolvió a los roles tradicionales, apagando su presencia en los relatos de nuestra nación. Pero su lucha no se ha perdido: persiste en nosotras, en cada mujer que desafía las estructuras de opresión y sostiene sus ideales. Honrar su memoria es reconocer nuestras propias batallas y raíces.
Hoy seguimos aquí: sosteniendo, peleando y creando, dando nuestra cuerpa, alma y esfuerzo para transformar un sistema injusto. Sin embargo, me pregunto: ¿cuántas estamos dispuestas a encarar la revolución de nuestro propio interior? Mientras resistimos la máquina de terror externa, ¿qué hacemos con las guerras internas, nuestras contradicciones y silencios? Reconocer esta lucha es vital, es un compromiso con nuestra integridad y humanidad.
Sé que no es fácil; ha sido un trabajo de introspección que me ha llevado un año y que sé que aún me falta por recorrer. Pero este camino, aunque desafiante, me ha permitido comprender que revolucionar también implica abrirnos a la posibilidad de sentirnos por completo, de reconocernos no solo en nuestras fortalezas sino también en nuestras fragilidades. Las fuerzas que me sostienen no son mi única identidad; en la vulnerabilidad también reside la valentía de existir plenamente.
Revolucionar desde el corazón es atrevernos a mirar esas heridas que a menudo ocultamos, incluso de nosotras mismas. Una vez, una amiga me recomendó el libro Desde los zulos de Dahlia de la Cerda y me resonó profundamente cuando leí que todas nosotras actuamos desde nuestras heridas, desde lo que nos cruzan. Qué tan cierto es esto. Es sentarnos con nuestra historia, con nuestras pérdidas y contradicciones, y decidir darles espacios. Esto es necesario para mirar hacia adentro, entender desde dónde estoy parada y hacia dónde quiero llevar mi activismo, y despojarme de los estándares de salvación. Pero, sobre todo, es aprender a hablarnos con amabilidad, a tratarnos cómo tratamos a las personas que acompañamos y amamos: con paciencia, con ternura, con la disposición de estar, incluso en los días oscuros.
También requiere observar cómo, sin querer, replicamos las mismas violencias que combatimos. Si queremos transformar el patriarcado, debemos reconocer que tanto los patrones de violencia como los de valentía nacen de un lugar común. Sostenernos con ternura frente a nuestras fallas es en sí un acto revolucionario.
Nuestra revolución tiene múltiples frentes: en la sociedad, en nuestras comunidades y en nuestro interior. Así como las adelitas se enfrentaron al horror de la guerra, nosotras enfrentamos nuestro propio caos interno, las tensiones entre lo que soñamos y lo que practicamos. Este es un acto de valentía y de amor hacia nosotras mismas y hacia las que vinieron antes.
Revolucionar el mundo empieza por revolucionarnos a nosotras mismas. Honremos, a las adelitas que quedaron en el anonimato, que resistieron y combatieron. Ellas también soñaron y resistieron. Llevemos nuestras causas desde un lugar de plenitud y no de desgaste. Así, poco a poco, el cuidado de una misma se convierte en una chispa que también enciende la revolución colectiva. Porque, al final, el acto más radical de resistencia es permitirnos habitar nuestro ser por completo y abrazarlo en toda su complejidad.