Lejos de ser espacios de rehabilitación y reinserción social, los reclusorios se han convertido en cárceles de olvido donde las mujeres privadas de su libertad carecen de oportunidades, apoyo emocional y atención especializada.
4 de julio de 2024
POR Regina Torres
Históricamente, se ha tratado de modelar el comportamiento humano desde el castigo, una práctica arraigada en la idea de que la corrección surge de la amenaza, el miedo, y la culpa. Desde las antiguas civilizaciones hasta las sociedades contemporáneas, el castigo ha sido utilizado como una herramienta para imponer normas que pretenden mantener el orden social. En las primeras sociedades e imperios, las leyes y sus correspondientes castigos fueron fundamentales para establecer y preservar jerarquías de poder y estatutos de conducta. Reflejando así una mentalidad donde el castigo comienza a ser visto como un medio legítimo para asegurar la estabilidad y la obediencia. Este enfoque persiste en la era moderna con sistemas penales como el de nuestro país que privilegian el castigo físico y la privación de la libertad como formas predominantes de corrección. Dicho planteamiento punitivista, culturalmente arraigado en la mexicanidad, ha tenido un impacto profundo en las estructuras sociales, políticas y jurídicas del país.
Durante décadas, el énfasis en el castigo como mecanismo de control social ha contribuido a reforzar una cultura de la transgresión, la desconfianza y la violencia, donde la reparación del daño y la rehabilitación han quedado relegadas a un segundo plano. De esta forma se ha consolidado la idea de la cárcel como el brazo ejecutor de un Estado profundamente enraizado en el deseo de lo punitivo que fortalece su posición de poder a través del temor por el castigo. Este modelo, lejos de cumplir con su supuesto objetivo de disuadir el delito y proteger a la sociedad, ha demostrado ser ineficaz e incluso contraproducente. Las altas tasas de reincidencia, el hacinamiento y las pésimas condiciones de vida en los centros penitenciarios son algunos de los problemas que evidencian la necesidad urgente de repensar el sistema de justicia penal. Lo cuál también, no solo ha perpetuado ciclos de marginalización, discriminación, y exclusión, sino que también ha limitado el desarrollo de enfoques más humanos y efectivos para abordar las causas subyacentes del comportamiento delictivo.
Sin embargo, desde los feminismos reconocemos que la desigualdad de género agrava los contextos sociales y políticos, y el sistema penitenciario en México, no es la excepción. Tradicionalmente, se nos han atribuido a las mujeres roles de cuidadoras, tanto en el ámbito doméstico como en el colectivo, responsabilizándonos del bienestar físico, emocional y social de entornos familiares y comunitarios. Estas tareas han sido un pilar fundamental en la sociedad a lo largo de la historia, y una labor de suma importancia invisibilizada que funge como parte crucial del sistema carcelario y del cuidado de las personas privadas de su libertad en todo el país. En este contexto, es imperativo explorar y reconocer el invaluable trabajo realizado por las mujeres, así como reflexionar sobre su impacto en la sociedad y las implicaciones de su valoración adecuada para la igualdad de género y el bienestar colectivo. Por otra parte, nos obliga a reflexionar sobre aquellas mujeres privadas de su libertad quienes, por su condición, dependerán de los cuidados de otras personas y se verán obligadas a relegar los propios.
Los reclusorios en México están plagados de mujeres abandonadas, muchas de las cuales enfrentan condiciones extremadamente difíciles. Dentro de las altas paredes y rejas se entretejen historias de aquellas que han sido dejadas atrás por sus familias o carecen de redes de apoyo adecuadas. Lejos de ser espacios de rehabilitación y reinserción social, estas instituciones se han convertido en cárceles de olvido donde las mujeres privadas de su libertad, en su mayoría provenientes de contextos de pobreza y vulnerabilidad, carecen de oportunidades, apoyo emocional y atención especializada a sus necesidades. Esta situación no solo perpetúa ciclos de marginalización y exclusión, sino que también subraya la necesidad urgente de reformas que prioricen la dignidad y el bienestar de todas las mujeres en situación de cárcel. Socialmente, las mujeres cuidamos de quienes nos rodean pero, ¿quién cuida de las mujeres que relega el Estado?
No solo eso, si no que también el privar a mujeres de su libertad sin garantizarles el ejercicio pleno de su derecho al acceso a la justicia, agrava las desigualdades de género creciendo a su paso el número de víctimas indirectas del sistema penitenciario. Todas aquellas responsabilidades sociales y familiares que las mujeres privadas de su libertad no pueden ejercer, tienden a recaer en las mujeres de su entorno. Este efecto dominó impacta principalmente sobre las hijas, madres, hermanas o abuelas que suelen asumir la carga de visitar, proveer y gestionar las necesidades de las mujeres privadas de libertad, aunado al cuidado de aquellos familiares dependientes que quedan desasistidos fuera de los centros carcelarios. Estas situaciones exponen a estas víctimas indirectas a condiciones de vulnerabilidad aún mayores, exacerbando también la desigualdad socioeconómica del país. Esto debido a que estas mujeres se enfrentan al crecimiento de una carga de trabajo no remunerado que limita sus oportunidades de desarrollo personal y económico.
Esta realidad pone de manifiesto cómo los sistemas de justicia penal fundados en el punitivismo profundizan las desigualdades socioeconómicas y de género, colocando a las mujeres en una posición de desventaja estructural tanto dentro como fuera de los muros carcelarios. Urge, por tanto, repensar estos modelos bajo una lógica de derechos humanos y justicia restaurativa que atienda de manera integral las necesidades y juzgue con plena perspectiva de género las problemáticas específicas de las mujeres privadas de su libertad y de todas aquellas que les acompañan.