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La esperanza no está perdida

La esperanza no está perdida

El sábado pasado fue el #8M, más la lucha no es de un sólo día. Las reflexiones que nos deja este día nos acompañan por el resto del año, nos inspiran a seguir luchando por meses y años siguientes. Arden los pies que marchan, los cuerpos que resisten, las manos que sostienen pancartas con nombres que deberían estar aquí y las mentes que se atreven a imaginar una realidad distinta.

10 de marzo de 2025

POR Lucía Aguilar

El 8 de marzo es el día donde las mujeres de todos los rincones nos unimos para hacer un llamado a la dignidad y una urgente demanda por nuestros derechos en un país donde la justicia a menudo parece estar fuera del alcance. La realidad es que hacemos esto todos los días desde diferentes espacios, pero en esta fecha en particular se siente el fuego en las calles;  arden los pies que marchan, los cuerpos que resisten, las manos que sostienen pancartas con nombres que deberían estar aquí y las mentes que se atreven a imaginar una realidad distinta. Hoy las voces se levantan con fuerza, reclamando un mundo donde la libertad ya no sea un privilegio, sino una realidad cotidiana.

 

Haciendo un recuento histórico que nunca está de más, alrededor del 8 de marzo de 1908 murieron 129 trabajadoras quemadas en un incendio en la fábrica Cotton Textile Factory, en Nueva York. Los dueños de la fábrica habían encerrado a estas trabajadoras para evitar que se unieran a la huelga en contra de las miserables condiciones de trabajo. Se dice que del edificio salió humo de color morado, al ser una fábrica textil. De ahí que este sea el color del movimiento feminista y que se conmemore el Día de la Mujer el 8 de marzo.

 

Desde entonces, el mundo entero ha visto florecer luchas feministas, antipatriarcales y/o por los derechos de las mujeres y disidencias sexogenéricas que han tomado diferentes pieles. En América Latina lo encaran las madres buscadoras que escarban la tierra en busca de respuestas, las universitarias que gritan “nunca más” en los pasillos, las defensoras del territorio que se oponen a los extractivismos y la destrucción, las migrantes que resisten en las fronteras, las mujeres trans que luchan por existir en un sistema que insiste en negarles derechos, entre muchas otras que nos enseñan que la justicia (no necesariamente punitiva) no se pide, se exige y se construye. 

 

Es cierto que el escenario internacional es desolador, la ultraderecha se consolida cada vez más como una fuerza política anti derechos y la izquierda parece no querer moverse para crear nuevos panoramas para las mujeres y las disidencias sexogenéricas. En México en particular, tenemos una presidenta mujer por primera vez en la historia de América del Norte. Un hecho que, aunque histórico, no ha logrado transformar de manera profunda las estructuras patriarcales y las injusticias sistemáticas que siguen marcando la vida de las mujeres y las disidencias. La promesa de un cambio se siente lejana, como si las luchas cotidianas no fueran una prioridad real y yo me pregunto ¿en qué rincón del poder se perdió la empatía y la proactividad? 

 

Noto en muchos espacios cómo parece que la esperanza se ha ido lentamente, como si fuera un recurso agotado, irrecuperable. La resignación invade cada rincón, nos desmotiva. Pero es justo en este instante cuando me doy cuenta de que seguimos aquí. Estamos presentes, resistiendo, organizándonos, construyendo desde lo individual y lo colectivo, y tal vez la esperanza no está perdida. 

 

Veo a las estudiantes de la UNAM, la UAM, el IPN, la IBERO, el ITAM, entre muchas otras universidades del país alzando la voz en las aulas, exigiendo mayor literatura escrita por mujeres, transicionando a protocolos de género más efectivos y medidas contundentes ante el abuso. Pienso en las colectivas instaurando antimonumentas como ‘Justicia’ en la Glorieta de las Mujeres que Luchan, donde hace dos años tuve la oportunidad de apoyar a cambiar la estatua a las 5 de la mañana; mujeres montando andamios, rompiendo candados, moviendo estructuras pesadas y cuidando el bienestar de las demás. Cantando, riendo, construyendo memoria y haciendo del espacio público una reapropiación de lo que nos han quitado.

 

Descubro constantemente colectivas artísticas, como la colectiva HILOS, donde el tejido con rafia roja representa la mancha de sangre generada por la violencia y, al mismo tiempo, la posibilidad de unirnos, empatizar, resistir y sanarnos en colectivo. Pienso en los círculos antirracistas y decoloniales que a través de la lectura y el activismo abren camino a nuevas narrativas fuera de la blanquitud. Recuerdo a las comandantas y las defensoras del territorio en Chiapas reivindicando el derecho sobre sus tierras ancestrales y a las mujeres nahuas en la Sierra de Zongolica luchando contra los incendios provocados en las montañas.

 

Leo cómo cada vez más estados se suman a la marea verde, al derecho al aborto y a la autonomía sobre nuestros cuerpos; pero también la paridad política de género que, aunque imperfecta y muchas veces ineficaz es un paso hacia reconocer que las mujeres tenemos el derecho a ocupar espacios de poder y decisión. 

 

Aplaudo, en específico, a las asociaciones civiles como Lentes Púrpura que han hecho de la perspectiva de género una parte esencial de los espacios privados, públicos e institucionales. Pues, ponernos los lentes púrpura involucra incluir una mirada crítica de género y analizar las estructuras desiguales; un paso fundamental hacia la deconstrucción de los patrones que nos han limitado y hacia la creación de espacios más inclusivos.

 

Pienso en la valentía de resistir y en cómo hemos revolucionado el sistema desde lo cotidiano. En el día en que mis amigas decidieron que estaban cansadas de los comentarios misóginos en el escenario familiar y decidieron alzar la voz. En que cada vez es más común en las fiestas, mujeres acercándose a desconocidas con varias copas encima para asegurarse de que estén bien y tengan una forma segura de volver a casa. Regreso a mí, al día en que decidí que no era cómodo usar brasier o depilarme todo el tiempo, y dejé de hacerlo. 

 

Sobre todo rescato el momento en que decidimos que era suficiente, que necesitábamos empezar a construir distinto. Estoy convencida de que la esperanza y el cambio están presentes en todo esto: en cada acto de resistencia, en cada norma que decidimos desafiar y en cada espacio que reclamamos como propio. Es cierto que aún queda mucho por hacer, pero creo que la resistencia al cambio es solo la evidencia de que estamos avanzando, de que estamos ganando.

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